3 de
noviembre de 2013
Tres tristes mitos
ANA LYDIA VEGA
La literatura es la cenicienta de las artes. Cuántas
veces leemos la frase “con la participación de artistas y escritores”, como si
se tratara de categorías mutuamente excluyentes. Artista el que pinta o esculpe
en su estudio, artista el que se desempeña sobre un escenario, pero ¿y el
escritor?
La descalificación de la escritura empieza por su instrumento de trabajo, manejado por cualquiera con un mínimo de escolaridad. Redactar, sin embargo, no es lo mismo que escribir. El escritor realiza una minuciosa labor artesanal que incluye la selección, el pulimento y el ensamblaje de esas desgastadas herramientas verbales para fundar un mundo alterno de belleza, emoción y sentido.
La descalificación de la escritura empieza por su instrumento de trabajo, manejado por cualquiera con un mínimo de escolaridad. Redactar, sin embargo, no es lo mismo que escribir. El escritor realiza una minuciosa labor artesanal que incluye la selección, el pulimento y el ensamblaje de esas desgastadas herramientas verbales para fundar un mundo alterno de belleza, emoción y sentido.
Por lo general, los artistas de otras disciplinas se
forman en talleres especializados. El escritor suele formarse sólo a fuerza de
lectura, observación y experimento. Cuando intenta entrenarse “formalmente”, se
matricula en cursos universitarios que no le enseñan a escribir sino a teorizar
sobre la literatura. Debido a la gran cantidad de autores que ejerce el
magisterio, la escritura se asocia con la academia. Para muchos
puertorriqueños, los textos escolares asignados son el único referente
literario. Por desgracia, la escuela no alienta demasiado el desarrollo de
lectores. Programas desabridos, pasados por el colador de la censura, escasos
de interés y pertinencia, matan en los alumnos el deseo de leer.
La clase lectora está lejos de ser multitudinaria.
Tampoco abundan las librerías ni las casas editoras funcionales. Los libros
nuestros apenas circulan aquí, y mucho menos afuera. El periodismo cultural es
sumamente limitado. Conclusión: la literatura no asegura el sustento. Ante la
imposibilidad de una dedicación exclusiva al oficio, el escritor se ve obligado
a desviar el tiempo y la energía de la actividad creativa hacia un empleo de
manutención.
Después de este rosario de miserias, usted se estará
preguntando: ¿de qué rayos viven los escritores? De mitos, respondo sin pestañear.
Y me lanzo de pecho a la explicación.
La moneda de cambio de la profesión es el prestigio, capital intangible que respalda la solvencia del crédito literario. El prestigio no es ganancia inmediata. Se adquiere palmo a palmo con el esfuerzo sostenido que construye la solidez de una obra. Hay quien confunde esa cosecha de la paciencia y el esmero con el furor protagónico que desemboca en la notoriedad. De ahí la fiebre autopromocional que, con la ayuda de las redes sociales, proyecta una impresión de omnipresencia.
“La verdadera vida está en otra parte”, dijo el poeta Arthur Rimbaud. Y parece que la gloria también. Los artistas de países pequeños y provincias remotas tienden a cifrar sus esperanzas en el viaje consagratorio al extranjero. Con su cortejo de carencias e inseguridades, la condición colonial duplica el apetito de aplauso y exacerba el afán patriótico de revalidación.
Insatisfecho con su raquítico lectorado, alzado contra la injusticia del silencio, el escritor ninguneado se obsesiona con el salto de lo “local” a lo “global”. En aquel Más Allá del prestigio absoluto espera encontrar la apoteosis merecida de su genio. Del choque entre la realidad ingrata y el espejismo mágico surgen los tres tristes mitos del desamparo autoral: la internacio-nalización, la universalidad y la inmortalidad.
La moneda de cambio de la profesión es el prestigio, capital intangible que respalda la solvencia del crédito literario. El prestigio no es ganancia inmediata. Se adquiere palmo a palmo con el esfuerzo sostenido que construye la solidez de una obra. Hay quien confunde esa cosecha de la paciencia y el esmero con el furor protagónico que desemboca en la notoriedad. De ahí la fiebre autopromocional que, con la ayuda de las redes sociales, proyecta una impresión de omnipresencia.
“La verdadera vida está en otra parte”, dijo el poeta Arthur Rimbaud. Y parece que la gloria también. Los artistas de países pequeños y provincias remotas tienden a cifrar sus esperanzas en el viaje consagratorio al extranjero. Con su cortejo de carencias e inseguridades, la condición colonial duplica el apetito de aplauso y exacerba el afán patriótico de revalidación.
Insatisfecho con su raquítico lectorado, alzado contra la injusticia del silencio, el escritor ninguneado se obsesiona con el salto de lo “local” a lo “global”. En aquel Más Allá del prestigio absoluto espera encontrar la apoteosis merecida de su genio. Del choque entre la realidad ingrata y el espejismo mágico surgen los tres tristes mitos del desamparo autoral: la internacio-nalización, la universalidad y la inmortalidad.
¿Cuántos escritores llegan a alcanzar una fama mundial que les permita vivir de
su pluma? Poquísimos, si se miden contra la inmensidad de la masa escribiente.
Las expectativas exceden por mucho las posibilidades. Aparte del factor
talento, tendrían que alinearse al menos cinco planetas: audacia, suerte,
padrinos, contactos y una coyuntura comercial favorable.
La internacionalización efectiva -según algunos- requiere un protocolo previo que garantice la “universalidad” de la obra. Resulta conveniente, alegan, purgarla de referencias, lenguajes o temáticas embarazosamente municipales. Pero una “limpieza étnica” escrupulosa podría culminar en un texto soso y desvitalizado. Olvidan los aspirantes a la conquista planetaria que toda experiencia y toda expresión humanas son genuinamente universales.
La inmortalidad representa el mito más pernicioso que engorda las
ilusiones del escritor. Nada más perecedero que un libro. El consumidor por
excelencia de ediciones es el comején. Una compleja urdimbre de complicidades
culturales determina la sobrevivencia de una obra. Con el paso de los años, las
preferencias críticas se reformulan. Creer que el autor debe contribuir a su
perpetuación literaria lo obliga a convertirse en guía oficial de un museo de
antigüedades.La internacionalización efectiva -según algunos- requiere un protocolo previo que garantice la “universalidad” de la obra. Resulta conveniente, alegan, purgarla de referencias, lenguajes o temáticas embarazosamente municipales. Pero una “limpieza étnica” escrupulosa podría culminar en un texto soso y desvitalizado. Olvidan los aspirantes a la conquista planetaria que toda experiencia y toda expresión humanas son genuinamente universales.
A fin de cuentas, toda creación es chispa de luz y huella fugitiva. Lo esencial es seguir escribiendo con los ojos abiertos, de frente al llamado austero del escritorio, de espaldas a los fuegos fatuos de la vanidad
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